Comentario
La implantación de la religión romana en las provincias hispanas implica un cambio sustancial en las concepciones religiosas previamente existentes. En líneas generales, el panorama peninsular prerromano se caracteriza por el fuerte contraste existente entre las zonas afectadas por las colonizaciones griegas y fenicio-púnica, donde se ha implantado el tipo de religiosidad política propia de las ciudades-estados con las especificidades inherentes a cada uno de sus ámbitos culturales, y la fuerte impronta de los cultos naturalistas que se constatan asimismo con variantes entre los diversos pueblos de Hispania.
De esta forma, mientras que en las costas meridionales y en su hinterland inmediato domina el culto fenicio a Melqart que tiene en la isla de Sancti Petri en Gades su centro esencial, en el territorio impactado por la colonización focense las divinidades esenciales están constituidas por Artemis Efesia y por Asclepios. En contraste, en el mundo indígena dominan los cultos a fuerzas estelares, como el sol o la luna, a dioses tutelares, como Bandua, a animales que encarnan el principio de fertilidad o a los que se les adscribe un carácter apotropaico, o a determinadas divinidades bélicas como el dios guerrero Coso. La contraposición se observa tanto en los lugares de culto como en la representación de las correspondientes divinidades. De esta forma, mientras que en el mundo colonizador el culto se realiza dentro del contexto urbano en el correspondiente templo, que ocupa usualmente un lugar central dentro del entramado urbanístico, en el mundo indígena los lugares de culto se ubican en espacios naturales que revisten peculiaridades. Algo similar se aprecia en lo que afecta a la representación de la divinidad, aunque en este aspecto existen claros contrastes entre el mundo fenicio-púnico y el griego. Concretamente, el antropomorfismo propio de las divinidades griegas y de las romanas es ajeno a las concepciones religiosas indígenas.
Frente a tal diversidad, Roma introduce, mediante la implantación y difusión de su religión, una cierta homogeneidad coherente con el modelo social en el que se proyecta el elemento esencial de su control constituido por la ciudad. Entre los diversos elementos que definen a la religión romana se debe reseñar, ante todo, su carácter político, que se expresa en su vinculación a la importancia de la comunidad cívica, en donde el individuo sólo cuenta en la medida en que forma parte de ella, y en la clara connotación de magistrados electos que poseen sus sacerdotes. Su implantación en las provincias hispanas arrastra, además, un elemento añadido dentro de esta connotación, como es la de manifestar la lealtad a Roma, expresada en el culto a sus dioses supremos, y al emperador mediante el correspondiente culto a su persona.
Si el carácter político aproxima la religión romana a la griega, otros elementos le son específicos. Tal ocurre con su eminente funcionalidad, que implica el que cada una de las actividades cotidianas en las que se materializa la vida de la comunidad y de los ciudadanos que la conforman se encuentren protegidas por una determinada divinidad. En el ámbito de la domus familiar, el lararium con sus correspondientes divinidades (Lares, manes y penates) ocupa un lugar central en el atrio. Las diversas actividades agrarias tienen su divinidad protectora; y lo mismo cabe decir de los diversos collegia en los que se organiza, por sectores profesionales o con finalidades concretas, la población de las ciudades, o de la presencia condicionante o determinante que posee en su vida política.
Precisamente otra de las peculiaridades de la religión romana favorece su implantación en contextos culturales y religiosos diversos. Se trata de su naturaleza antitética que le permite mediante un profundo conservadurismo ser fiel a las tradiciones, pero al mismo tiempo, a través de diversos procedimientos, aceptar innovaciones condicionadas en gran medida por su proyección territorial y por la propia evolución religiosa del mundo mediterráneo. De forma gráfica, se ha podido comparar a la religión romana con la figura de un Jano bifronte que dirige sus miradas hacia el pasado que conserva y a las innovaciones que integra.